sábado, 13 de marzo de 2010

ADIOS D. MIGUEL


Llegó el momento de las despedidas, de los adioses tristes y tantas veces fatuos, de las palabras grandes a los grandes maestros, de la grandilocuencia vestida de frases lapidarias y altisonantes. Pero que nos dejen los árboles –los cipreses, por alargadas que sus sombras sean- atisbar la obviedad del bosque. Ese bosque de sencillez y limpieza léxica, de campechanía y palabras cargadas de tradición rural y sapiencia siempre. El camino de la vida en esta tierra nuestra de altibajos, de profundas desigualdades y heredados vicios, de razón y sinrazón a manos llenas, de piel y corazón, de carne y hueso. No hay mayor crítica que contar la realidad desde la irrealidad presunta de quien la vive. La maestría de la forma viene después, y ésa es sólo patrimonio de quien atesora el genio de su genio.

Descubrí a la persona de Miguel Delibes paseando el cielo gris del Campo Grande, o transmutando sus historias de sabor a campo por las aceras de la Calle Muro o de Recoletos, en esta Valladolid, ciudad de provincias todavía. Al escritor le había descubierto mucho antes, entre las páginas azules de sus libros ocres y verde olivo. Y me atrapó la magia de su verbo, de su saber decir, de su temática siempre cercana, de su sencilla pero profunda e impagable forma de narrar.

Hace ya algunos años que se dejó agotar la tinta de su pluma de sueños. Se convirtió la vida en su secante, y sus cicatrices se aunaron con la edad para cercar al escritor y rendir al hombre. Hasta a los genios la vida les increpa.

Desde su sencillez humana y su sabiduría vital no buscó nunca la tentación del Nobel, aunque lo mereciera tanto, si acaso y ya en sus últimos días, sólo pidió morir para ultimar el ciclo de su sendero de hombre por la vida. Y es que nunca ha dejado de saber, como buen conocedor de la naturaleza, que cuando el almendro irrumpe en floración –hoja roja de su librillo de almas- está empezando a arder la primavera.

Hasta la tierra misma D. Miguel, hasta la tierra.