Foto: Keystone / Alessandro Della Bella
El hombre es el único animal obcecado en dibujarle piel al calendario, para su deleite o para su desgracia. Nos empeñamos en marcarnos metas, en milimetrar un tiempo rectilíneo o curvo -quién lo sabe- con unidades de medida ilógica, porque el tiempo no existe salvo en nuestro consciente subjetivo. Medirlo todo, pautarlo todo, cuantificarlo todo en una especie de ansia por saber en qué momento de nuestra vida estamos, qué o cuánto hemos dejado de hacer o de vivir para asumirlo como tarea pendiente en nuestro próximo dispendio de arrogancia. La vida transcurre sin medida, noche a noche, abúlica, lineal o a bocajarro, amándonos, odiándonos, ignorándonos, arrepentida de nosotros, o mirándonos de lejos y –a veces, las menos- hasta deteniéndose a sonreírnos con una mueca de conmiseración lumínica.
El hombre es el único animal obcecado en dibujarle piel al calendario, para su deleite o para su desgracia. Nos empeñamos en marcarnos metas, en milimetrar un tiempo rectilíneo o curvo -quién lo sabe- con unidades de medida ilógica, porque el tiempo no existe salvo en nuestro consciente subjetivo. Medirlo todo, pautarlo todo, cuantificarlo todo en una especie de ansia por saber en qué momento de nuestra vida estamos, qué o cuánto hemos dejado de hacer o de vivir para asumirlo como tarea pendiente en nuestro próximo dispendio de arrogancia. La vida transcurre sin medida, noche a noche, abúlica, lineal o a bocajarro, amándonos, odiándonos, ignorándonos, arrepentida de nosotros, o mirándonos de lejos y –a veces, las menos- hasta deteniéndose a sonreírnos con una mueca de conmiseración lumínica.
Pasamos en un instante, un solo instante –qué medida tan abstracta para los impenitentes geógrafos del cronos- del verano al otoño, casi sin querer, sin desearlo, sin percibirlo. Hace ese instante era verano, ahora, tan solo un instante después, decimos que es otoño, y nuestros biorritmos sin tiempo para cambiar un ápice. Nuestra mente sí, nuestra mente es otra, mi mente es otra.
Ayer, casi ayer mismo, mi imaginación jugueteaba con playas de arena dulce y agua deslenguada; paisajes de cortados agrestes y pantalón corto, sombrillas, chiringuitos, barbacoas, hogueras… Ahora sin embargo, ahora mismo, ya me está pidiendo unos gramos más de parsimonia, de melancólica pereza ante ese previsible primer rocío que me amanezca los ojos, de detenerme a observar el itinerario impreciso de una gota de lluvia en los cristales, de solidarizarme con el ocre previsible de los árboles, con la gabardina veleidosa y triste, con la impertinente letanía del paraguas. Otoño clásico: nubes, viento, lluvia, atardecer, melancolía.
Afuera de nosotros, la calle, el campo, el cielo, las palabras, ya se están empezando a poner pijama y a abrigarse con manta la intención concienzuda de los sueños.
¿Y todo para qué? Acaso para nada, porque el tiempo, el tiempo –desde un otoño más y van ….- el tiempo es que no existe, somos nosotros quienes nos empeñamos en cumplir años, en envejecer, en hacernos tiempo, desde esa mirada insomne que nos inventa intemporales a nuestros ojos cínicos.