domingo, 24 de junio de 2012

Relato erótico: "CATORCE VERSOS"


La tarde se deshacía en ruinas. Se me escapaba el tiempo entre las teclas del portátil sin hilvanar una sola línea. Hasta la pantalla del monitor había dejado ya de desafiarme y empezaba a mirarme con lástima. Ahí estaba yo, enfrentado al miedo de la página en blanco, a solas con mi reto. La rabia me levantaba de la silla y me impulsaba a ojear los libros del estante, a releer las fotos del Playboy, a teclear Eros en el buscador de Google, o a aplastarme la frente –en fin- contra la ventana del cuarto, en busca de la complicidad de la calle. Una idea, siquiera una idea que le diera vida a mi relato, pero nada. Mis musas –si acaso las tuviera- seguían sin dar señales de vida. Y aquella insípida ventana empeñada en devolverme el latido indiferente de la calle, fría y desangelada, triste, como el color de enero.

Desde que me instalé -cinco semanas atrás- en aquel apartamento madrileño, en busca de un lugar solitario donde fraguar mis sueños de escritor, la inspiración no parecía contar conmigo. Lo raquítico, feo y mal vestido de aquel cuarto contribuían probablemente a ello. Pero Madrid es Madrid, y junto a Barcelona, meca obligada para cualquier escritor con sueños. Así lo había entendido yo, por eso elegí aquel cuartucho adrede, en un alarde de vocación de místico. ¡Miento! Eran mis escasos ahorros –sudor de camarero en chiringuitos de verano- quienes no daban para mayor alcurnia. Y sin embargo, pensar que allí me sumergía en mi particular cubil, a la manera de tantos escritores de éxito, parecía darme credibilidad ante mí mismo. Por fin tenía un espacio propio –al margen del abrigo de mis padres- donde abstraerme y concentrarme, ¿crear? Tal vez, pero ahora empezaban a asaltarme dudas sobre mi verdadera capacidad para este oficio. El periodo de prueba iba a ser corto, demasiado corto, porque mi dinero y la paciencia de mi entorno tenían fecha de caducidad, irremediablemente.

Mi vocación era escribir, sí, lo había sido siempre, pero ahora, desde mi nuevo status de licenciado en paro –como el de la mayoría de mis compañeros de promoción- podría servirme además de penúltimo recurso. El país entero estaba hecho unos zorros desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, las hipotecas basura y el galopante desempleo. El primer mundo olía a crisis. La gran banca y las agencias de calificación manipulando a su antojo los mercados globales y suplantando a los políticos a la hora de gobernar nuestras miserias. El estado, cualquier estado, podía amanecer como un juguete roto, mientras Europa y el euro se miraban con recelo. Y yo -generación perdida, decían- cansado de pasear mi Grado en Ingeniería de la Edificación –vocación de mis padres- de portal en portal -de internet se entiende- y de inundar el correo electrónico de organismos y empresas del sector, sin una mano amiga que me diese cobijo, buscaba probar fortuna –utópico de mí- en este atrayente e impredecible mundo que parece latir tras el aroma de la letra impresa, ahora que el libro electrónico la tiraniza. Quien no se arriesga no cruza el río, dice el refranero, y me había dicho yo que por probar…

Hacía casi tres semanas que Esther -mi novia de toda la vida- no había podido soportar la –para ella- =“supina estupidez de quien sueña únicamente en confraternizar con la bohemia, en alimentar su ego, y no en un futuro serio con vistas a construir un hogar como dios manda”=, y me dejó plantado con tan impersonal y cobarde mensaje de móvil. ¿Construir un hogar ahora? ¡Qué paradoja! Eso suena a reto imposible en estos tiempos, incluso para un licenciado en arquitectura. Eso y que Alberto Serrano -el muy hijo de puta- mi adinerado ex mejor amigo y ella, habían “confraternizado” -ellos sí- más de lo aconsejable –ya lo intuía yo, aunque lo constaté más tarde- aquel finde que pasamos los cuatro en el chalet de los padres de Alberto, en la Sierra. Con Mariola, su preciosa y desatendida novia, rubia como la cerveza, quien me miraba rendida por la aureola del escritor en ciernes. Y es que, para amenizar la ausencia de nuestras respectivas parejas, me había insinuado ella, Mariola, –la muy perversa- que le recitase yo algún poema mío. Que si pretendía dedicarme a esto, le demostrase a ella en qué forma podía ahondar mi palabra en la sensibilidad de sus sentidos. Y yo –retado en lo más hondo- con voz impostada y profunda –supongo- comencé a acariciarle el oído con uno de mis sonetos más sugerentes…“Besa la mar el vértice inconexo / de la ingle intacta de un verano, apenas / endulzado en las cálidas arenas / de la salina playa de tu sexo”… Tentaba, casi tocaba, con mi boca la indefensión de su cuello, al trasluz de aquella gélida noche de diciembre, junto a la chimenea del salón en penumbra.

Y es que la madrugada nos acabó dejando solos en aquel solitario chalet, sin entender la causa. Al día siguiente sospechamos ambos el porqué a su novio y a mi novia –a Alberto y a Esther, los muy desvergonzados- se les averió, casualmente, el despampanante y recién estrenado cuatro por cuatro del susodicho, cuando se empecinaron ambos en bajar de atardecida hasta Guadarrama en busca de víveres, y por qué pernoctaron allí, sin cobertura de móvil, y no aparecieron hasta mediodía del sábado, sin noticia alguna de los malditos víveres, pero exageradamente risueños y culpables.

Nunca me arrepentiré lo bastante de haber interpretado aquella noche el papel de novio fiel y amigo perfecto –o de ingenuo y redomado imbécil, como constaté después- sacrificando hasta el descrédito mi masculinidad ante las transparentes razones de Mariola. Mariola, dulce Mariola, blusa ajustada y minifalda inútil, la que a medida que mis versos, la chimenea en ascuas y el gin-tonic acariciaban sus oídos, sus labios, sus senos, su cintura, sus caderas, sus boquiabiertos muslos…, iba rozándose –¿sin querer?- con mi impaciencia, palmo a palmo, aumentando mi grado de abrasión con tan premeditados descuidos. Estúpido de mí; rubia y hermosa, sensual, exuberante…, pero –y sobre todo- inteligente, persuasiva y culta. ¿Qué diablos habría visto aquella hembra en la superficialidad de mi amigo Alberto? ¿Y a qué pude apelar yo aquella noche para desoír la llamada del instinto? Aún me lo estoy preguntando. Si ella lo tenía todo, como yo –¡al diablo la modestia!- sólo que en mi caso encarcelado y palpitante en la orfandad de mi entrepierna.

No pude más, interrumpí allí mismo el soneto, tragué saliva, me excusé en que me vencía el sueño, y subí a la habitación de invitados -enfebrecido- a liberar a solas toda aquella ira. Mariola sonrío, cómplice de mi duelo. Sé que ella también encontró la manera de sosegar el suyo, porque la oí agitarse y gemir, pared con pared, hasta casi la amanecida. Las paredes, a veces, más que separar aúnan y convierten los oídos de la imaginación en los más perversos estiletes. No pegué ojo, arrepentido, rumiando la soledad de los cobardes. Y hubo de ser mi mente –sólo mi mente- quien hiciese de su cuerpo selva y de mi lengua explorador osado.

El ruido del camión de la basura me devolvió al presente. Doce de la noche. Aquel escueto apartamento madrileño parecía una caja de resonancia y los latidos de la calle hacían noche en mis tímpanos. Otra vez los oídos. Separé la cara –acorchada y gélida- del cristal de la ventana y me derrumbé sobre la cama. Ese certamen de relato erótico estaba convirtiéndose para mí en un reto; de ganarlo –soñaba- podría suponerme un primer paso hacia ese mundo opaco y excluyente de las letras. Pero necesitaba un argumento sólido, un certero y apropiado punto de partida.

Me desnudé -siempre duermo desnudo- no soporto costuras ni elásticos que atosiguen mi lírica. Husmeé la calle de un soñoliento Madrid, por última vez, sin saber qué buscaba. La noche a oscuras, helada, nadie. ¡Un momento! allí, allí enfrente, bajo la marquesina del bus, un rostro de mujer hermoso y rubio emergía sobre la piel de un abrigo negro, y no me resultaba desconocido -¿Mariola?-. Sin pensar, abrí el balcón y le grité. ¡Era ella! El frío me saludó las ingles, pero mis ojos y mi mente seguían clavados en aquella figura luminosa. Volví a gritarle ¡Mariola! ¡Mariola! Alzó la vista y sonrió; cruzó la calle.

…”Azul, hasta inundar de un cielo anexo / la ardiente espuma que en tus labios drenas / cuando tus piernas sueñan con morenas / caracolas de amor dulce y convexo”…. Aquel compendio de mujer se transmutó en deseo al presentir mis palabras en su oído. O el arrullo de mi voz, o la intuición de mi lírica, o ambas a la vez, ejercían sobre su sensualidad un placentero karma de entrega y abandono, de profundo y libérrimo abandono. Ahora sí, esta vez sí, di rienda suelta al cauce natural de mis impulsos. Desnudos, sobre la cama, deambularon mis versos por entre la avidez de sus pliegues. Seda y perfume. Y de las palabras pasamos –inevitablemente, esta vez sí- a los hechos, y si no en Lírica –por si no fuese un soneto poesía bastante para tan pecaminoso cuerpo- sí busqué graduarme, al menos, en Lengua y en Geografía. Y por primera vez en mi brevísima experiencia como escritor, sentí que empezaba a recibir premio suficiente por la osadía de mis letras. Eso, o que me embriagaba el sabor de la venganza ante el reciente desprecio de mi ex.

Nos abrigó la noche. El alba estaba en pié mientras nosotros guardábamos la luz entre las sábanas, juntos, muy juntos, pecho contra espalda, abrazados, acurrucados, ajenos al deshonor del cuarto. Mariola me rogó que no parara… de recitarle al oído…”Navego en la abrasión de tu cintura / rumbo al sur de tu ombligo; polizonte / del sotavento de tu boca impura”... Llamaron a la puerta. ¡Joder! Era la primera vez que alguien interrumpía mi soledad allí reclusa. Me cubrí con la sabana y me acerqué a la puerta, pero no había mirilla; dudé un instante, volvieron a llamar, y la curiosidad me impulsó a abrir. Quedé petrificado...¡Esther! Descolocado y atónico no supe reaccionar. Se me cayó la sábana. Tres eternos segundos enervaron el aire. Mariola –desde la cama- rompió en una sonora carcajada, y Esther, con sublime picardía –cómo solo ella sabía hacer- me empujó hacia el interior del cuarto. Yo no entendía nada. ¿Qué demonios pintaba allí mi exnovia? No me dio tiempo a preguntarme nada más. Se despojó del abrigo, insinuante…,¡estaba inmaculadamente desnuda sobre el pedestal de sus tacones rojos, debajo de aquella irreverente piel de armiño! Esther, morena y turbadora, sed canela, tentación y espliego. Conocía su orografía de memoria, pero la muy ladina se había rasurado el pubis, capricho que nunca antes consintió en cederme. Si me hubiese quedado una sola gota de sangre en el cerebro pudiera haber intuido que aquellas dos mujeres tenían algo pactado. Pero mi mente no estaba para enigmas y apenas tuve tiempo sino de servir de jamón de york y queso derretido en aquel improvisado sándwich de lujuria.

…”Y amanezco en la cima de tu monte / de Venus, naufragado en la espesura / del istmo vertical de tu horizonte”. Acabé mi soneto. Nunca imaginé que catorce versos dieran tanto de sí. Me dejé arrastrar por la consumación de los sentidos. Sí, lo confieso, mea culpa. Pero qué hombre en su sano juicio, qué escritor, qué poeta medianamente cuerdo, podría resistirse a la sensualidad explícita de aquellas dos tentaciones a la vez, rubia y morena, compartiendo en el cielo horizontal la verticalidad de la palabra misma, cuando la metáfora es de piel y encabalgada.

Me despertó el zumbido de un mensaje en el móvil; me incorporé y leí: =”¡Ya tienes argumento para tu relato, amor! El resto queda de tu cuenta. ¡Suerte y al teclado! Esther, tu musa…jajajaja. ¡Ah! y recuerdos de Mariola y de Alberto….jajajaja”=

Santiago Redondo Vega
Relato finalista del XV Certámen de Relatos cortos Café Compás 2012.