domingo, 18 de junio de 2017

EL SINO DE LOS TIEMPOS


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EL SINO DE LOS TIEMPOS
Regreso figurado de D. José Zorrilla a su Valladolid natal, 
doscientos años después de aquel suceso.

No es el tiempo juez benévolo que disimule la herrumbre de su paso, ni el ser humano un busto de piedra inamovible; ni la Tierra un minuto, ni la Historia un segundo, ni el Teatro un instante. Y mucho menos, desde hace un par de siglos hasta ahora. Y lo digo con conocimiento y razón, porque el tiempo –o el mundo, que al fin y al cabo, ambos comparten cátedra- transcurren por la vida inexorables, poniendo en entredicho con su fluir de vértigo, valores y costumbres, momentos y vivencias, ciudades y escenarios. Por eso hoy me rebelo, más todavía, por todo lo que vengo observando y escuchando.


No sé, será culpa del humo de tanto y tanto coche que sin parar respiro –mientras deambulo las calles despistado- tan poco acostumbrado como llego a este mundo de ahora, al estruendo voraz de sus sirenas, al ojo dictador de sus semáforos, al continuo fluir de transeúntes, apremiados y grises, lo que me impulsa a sentirme así, extraño, desnortado, ciertamente confuso.

O quizá sea porque hoy, porque hoy regreso a casa, a mi casa, a mi cuna de antaño. Prerrogativas que tenemos por ende los espíritus. Mi casa sí, ubicada en la otrora calle de la Ceniza, hoy Fray Luis de Granada -otro tributo más del devenir del tiempo-. Y aquí me encuentro ahora, penetrando curioso en esta Valladolid del XXI. ¡Es todo tan distinto! Descubro una ciudad más abierta y mundana, más ruidosa y despierta, menos negra, más lúcida; apenas en mi ayer reconocible. Valladolid, la que me diera la luz y me llenara de sombras –no, no quiero valorar las proporciones- hace de esto ahora mismo un par de siglos. La casa, mi casa, esta casa de adobe, de piedra y de recuerdos, que fuera un día mi eclosión de niño, es ahora el remanso de un museo. ¡Qué cosas elucubran de noche los ediles! Y en recuerdo a mí nombre nada menos, según pregona un rótulo en su frente. ¡Cuánto honor –me digo- para la sien velada de un poeta!

Me recreo en el patio de mis primeros juegos, aquí, sentado en este banco, callado, junto al pozo. Los jardines que escucho son silencio de flores, murmullo de cipreses, bullicio de pardales. Y en el fondo la piedra, cautelosa y remisa, engastada en la sombra de unos arcos sin patria que no me reconocen. Los recuerdos me fluyen con visos de nostalgia, la ternura hecha lágrima me ciega. Caricias en recuerdo del amor de mi madre; de mi padre…, de mi padre me abstengo. Disimulo y esnifo un par de veces en aras de aquel niño que aún respira las horas de este sueño. ¡Miento! Los espíritus –¡vive dios!- se sabe que no lloran, que ni siquiera sienten. Pero yo sé que sí. Y en todo caso, me basta con creérmelo.

Aquí, donde abrazo la tarde sin excusas, embebido en la magia de este ámbito, no me apremia el estómago, ni me agobia la fama, ni me acucia la muerte; ya no, ahora ya no. Y medito, medito sin pasión mi vida entera, recorriendo las páginas en blanco que entinté con mi pluma de diálogos y versos. Repaso sin pudor la razón de mis obras, mis personajes, sus pasiones, sus miedos que, probablemente, fueron también los míos. Y me subo a la rama que más cumplió a mi nombre; que aunque a todas las quiera por igual, me hago eterno en la copa de este árbol: “Don Juan Tenorio”. Si volviera a escribirla, ya nada fuera igual, no, ni siquiera es ya hora prudente de aquel verbo.

Miro a mi alrededor y me sonrojo, acaso porque el mundo –como el tiempo, ya lo escribí al principio- transita sin modales, artero, desabrido, descarriado en las calles oscuras de la vida. Y desprecia a su paso razones y texturas, costumbres y modales, que si ayer fueron trama de un cierto hilo dramático, hoy vagan repudiados como espectros inútiles. Porque nada de aquello sonara hoy a creíble. Y es que esta sociedad, sí, ésta que ahora tienen por moderna, sufre del relativismo de ideas y valores, de las incertidumbres e inmediateces provocadas por lo que han dado en llamar tecnologías de la información, con nombres tan abstractos como internet, google, wikipedia, wasap, instagram, twenti…, infame retahíla de anglicismos voraces que enlutan el idioma. Caballeros y damas ya no buscan citarse en callejas oscuras, conventos, ni hosterías, como aquella del Laurel que todavía me pondera, sino que amparan su miedo -o su desgana- en el éter virtual de lo que llaman la Red con mensajes insípidos y en gramática burda, roma e inconexa.

No sé, no imagino yo ahora a un Tenorio con capa, con jubón, con sombrero, florete y antifaz, ni nada que evidencie su rol de caballero, conquistando doncellas de urbe en urbe, no. Porque quienes hoy se autoerigen en galanes, en pos de seducir o de burlar -ingenuos ellos- a alguna dama ilusa –muy pocas quedan ya, lo doy por cierto- han cambiado del todo las trazas de su atuendo. Hoy visten de ajustado jersey y calzón prieto –como dos tallas menos, por lo menos- para dejar patentes sus cartas credenciales, las luces que les faltan y la poca cultura con la que a su decir las suplen. Tienen como prioridad de su quehacer diario sudar horas de hastío en gimnasios al uso, hormonados de dietas y esteroides que resaltan sus bíceps y aminoran a un tiempo sus pírricas neuronas, cuando no desvirtúan –ni de eso son conscientes- las ansias de su libido. Estos machos presuntos de hoy en día se depilan el pecho, los sobacos, las ingles, el trasero…. Se perfilan las cejas, se maquillan los pómulos, se tatúan leyendas en chino o balinés sin entender siquiera palabra de lo escrito. Se dilatan los lóbulos con pendientes tribales, se argollan la nariz como bestias de carga, o encadenan la piel de su entrecejo. Y hasta estoy por decir, que suplen con relleno –calcetines de lana o bolas de papel- las presuntas miserias de su exiguo paquete. Los donjuanes de hoy día agostan su virilidad frente al espejo, donde engordan su ego, rendidos a unas modas que anulan y adocenan. Yo así nunca a Don Juan lo viera en seductor, ni siquiera en un hombre cabal y convincente.

¿Y qué decir entonces de la ingenua y confusa Doña Inés, tan inocente, tan impaciente y a la vez tan serena, tan ingenua y tan casta? Pues eso, qué no hay doñas ineses –a dios gracias- tan tontas como entonces. Que no existen novicias de esa hechura en conventos de hoy día, esperando a esposar con dios o con galán de cierta alcurnia. Los conventos de ahora apenas si se nutren de unas cuantas monjitas con piel de simpatía, septuagenarias, laboriosas y dulces, y todas –digo todas- reposteras. Entre otras cosas, porque tampoco consienten las mozas de este ahora purgar su juventud -a imposición paterna- intramuros del tedio y a escondidas del mundo y sus beldades. Hoy no, afortunadamente no. Hoy doña Inés de Ulloa deshojaría su juventud en Róterdam, en Pisa, o en Berlín, con una beca Erasmus, que hiciera de su electa vocación su solución de vida o, por contra, una asidua –una más- de la cola del paro. Se declararía del todo feminista, anti taurina, vegana, un punto bisexual –hasta esclarecer dudas- y esperaría de la indocilidad de su futuro, si no un él o una ella a su medida, al menos, una productiva soledad a su pleno derecho y elección.

Así las cosas, si el galán ha mutado en vulgar, medroso y egocéntrico, si la moza ahora en culta, independiente y precavida, si las hosterías apenas ya procuran intimidad y secreto, si hasta el duelo es virtual y las apuestas de hoy día se ciñen a engordar las arcas del Estado. Si el ardid del amor no provoca en el pueblo el gusto por el libro y el teatro. Si hasta se ha hecho superfluo el galanteo, la dulzura, el detalle, la conquista, la seducción de la otra o del otro, de frente y cara a cara, por miedo a bordear la rémora social de lo incorrecto. Entonces, caído y denostado mi Don Juan por machista y misógino ¿dónde hallara yo urdimbre para tejer mi trama, dónde motivos y horas para blandir con maña a mis desubicados personajes, sin herir la moral de lo admitido?

Pues seguramente en este otro telón de fondo que presumo: Don Juan Tenorio y Don Luis Mejía, tras envainar floretes y trascender armarios –de rivales a más que amigos de un plumazo- como socios de un pub en Chueca o Malasaña. Doña Inés de Ulloa, de voluntaria en una ONG anti maltrato animal, toda vez que su Grado en veterinaria, su Máster, y sus cuatro idiomas no le han vacunado todavía –y va para cinco años- contra la rabia del animal del paro. Don Diego Tenorio, padre del galán tatuado, erigido en preboste de un emporio estatal de fiducias y préstamos, cumpliendo presidio por dispendio económico a costa –dicen- de unas tarjetas opacas de renegrido vínculo. Don Gonzalo de Ulloa, comendador de Calatrava, y padre de la ínclita, harto de soportarla en casa hasta los treinta y tantos, e imputado –a su vez- por cobro de comisiones y ensobradas sisas a costa de la tal Encomienda, a punto mismo de fugarse a las Indias tras rescatar lo evadido en algún fiscal paraíso. Doña Ana de Pantoja, en libertad condicional tras darse presa por ciertos devaneos amoroso-económicos con edil de boyante villa veraniega caído en desgracia, al descubrírsele un innoble agujero en sus deberes con el fisco. Ciutti, criado de D. Juan, en la calle y de gorrilla, tras purgar trena por el robo de un carretón blindado encomendado a su custodia. Gastón, criado de D. Luis, de alocado animador de juergas y saraos veraniegos en cantinas de costa. Buttarelli, afamado mesonero del Laurel, de asesor mediático de tabernas en crisis y antros varios con mucha pretensión estelar, poca higiene y peor gusto. La madre abadesa, seguro que hoy apóstata del cielo, regentando un local de dudosa reputación en la concurrida vera de algún camino de sirga. La propia tornera, coronada ahora en princesa del vulgo, por el mero hecho de haber cruzado amores con cierto torero de estoque fácil y peculiar trapío, ejerciendo de pródiga comadre en tertulias de patio de vecinas. Y los alguaciles, en fin, imputados también por hurto y receptación, por mor de hallarle gusto y acomodo a una gran variedad de género decomisado en pósitos y fielatos.

No sé, creo que todos ellos vienen formando parte del diástole social de nuestro subconsciente, porque a pesar de lo reiterado aquí, de que los tiempos cambian que es una barbaridad, termino convencido de que las pretensiones y los delirios, las aspiraciones y los miedos, las alturas y las bajezas de los hombres y las mujeres del mundo, por tiempo que transcurra, comulgan de palmarias evidencias. Y no hablo de los gustos que abriga la entrepierna –que allá cada cual con su razón-. La única diferencia, es que aquella trama mía nació para el teatro, y esta que hoy presumo, transluce realidad, a pesar mío.

Así que regreso con premura a mis estancias del espíritu, algo reconfortado sí, por respirar de nuevo la niñez en esta mi Valladolid natal, pero bastante más triste y apesadumbrado de lo que vine, por todo lo que el mundo desprende y contamina. Mutan los tiempos, sí, los hábitos, los gustos, las líricas y las épicas; pero tengo para mí probado que lo que nunca en el tiempo ha de mutar –por siglos que transcurran- es el latido gélido en la sien de los humanos. En fin, será que ha de ser ese el sino de los tiempos.

Santiago Redondo Vega, junio de 2017.

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